Ando psicologiando
a la ciudad. Me lo ha pedido el amigo Nelson: arquitecto, curador y crítico de
arte, de alto quilate. Me alertó hace unos años: “Nada menos que un «arroz con mango», como se decía aquí décadas atrás,
es lo que experimentan hoy las grandes ciudades en cualquier continente
(extendido a otras de mediano tamaño y baja densidad poblacional), a pesar de
normativas y regulaciones impuestas por las administraciones municipales para
evitarlo”. ¿Pero que se espera del decir de un psicólogo? Somos profesionales
de la distancia crítica. La que nos permite ver las cosas desde la su-bo-bjetividad. Pero de la
propincuidad con mi ciudad me resulta difícil desprenderme.
Mientras me alejo del espacio enmantado por
la oficina del historiador; mientras salgo de ese velo mágico de
revivificación, tejido artesanalmente con la labor de centenares de hombres y
mujeres que con el ilustrado al frente me van devolviendo un espejo vivo en el
que reconocerme, entenderme, mirar la historia; así que la reconstrucción no logra
ser un propósito activo, quien sabe si ni un sueño alcanzable, como en
asociación libre provocada, aparecen en mis sonidos internos frases escuchadas
y leídas: “la falta de modelos de calidad
a seguir –y, muy especialmente, el desmantelamiento de los mecanismos de
control urbano sobre las obras estatales y privadas– han provocado la
proliferación de obras que deforman seriamente y desvirtúan la imagen y
carácter de ciudades y pueblos cubanos, a menudo de manera irreversible…
aparece un preocupante componente de marginalidad, importación de patrones
foráneos incompatibles”. La heterodoxia fenoménica me impacta. Los que
pueden han creado su mundo, a su antojo, a su gusto, ¿a su imagen y semejanza? Los que no,
también. Al como pueden. Se alza ante mí un universo poblado de islas paredes, islas
barbacoas, islas balcones, islas palacetes. Producciones subjetivas al
descubierto, expuestas como en mi hora de consulta, solo que por alguien(es)
que no demanda psicoterapia, ni análisis, ni tan siquiera un espacio en el
próximo guión de “Vale la Pena”.
Entra
hasta por los poros el “deterioro de la
imagen urbana, la deformación que está sufriendo la ciudad, aún en zonas
altamente calificadas, expresado en los amurallamientos que surgieron ante el
temor de la inseguridad pública, los jaulones para guardar automóviles; y junto
a empeños de propietarios de las casas, que las han arreglado muy bien, los que
las han arreglado pésimamente”. Pienso en voz alta. Las rejas por la
inseguridad ciudadana. Las rejas para evitar hacer visible lo que sucede
adentro. Las rejas, o lo muros, o alguna otra delimitación de espacio privado.
La casa (o el pedazo de casa, o el espacio dentro de un pedazo de casa) como
refugio, como lugar de establecer identidades más sólidas, o simplemente
distintas, más individuales, menos colectivas, más propias, menos de todos.
No son todos. Hay islas para la salvación,
para la redención, para el equilibrio. Hay florecientes negocios de pequeña y
media cuantía. Hay buen gusto. Hay limpieza. Hay. Pero temo por la profecía de
Murphy: Un manzana sana en un barril de
manzanas podridas, se pudre. Una manzana podrida en un barril de manzanas
sanas, las pudre. “Hay un país de roca en ruinas bajo otro país de pan”.
Cuando me adentro en vertical por las calles,
subiendo en busca del sur, comienza a faltarme la expresión homogéneamente heterogénea
que descubría el andar de ojos abiertos por el malecón. La ciudad, construida
junto al mar, susurraba su historia desde su nacimiento y esplendor amurallado,
hasta las grandes (neo) mansiones y los embarcaderos de yates anglófonos. Caminando
hacia el sur la experiencia es otra. Por las interioridades del este y el
oeste, comienzan a divisarse los islotes. Se alza ante mí una mágica
combinación de estilos, épocas, gustos, sobre todo en un concierto de
exabruptos constructivos. La ciudad cambia intertextuándose.
Una lógica calidoscópica que genera nuevas visiones en cada ángulo. Sus
espacios, sus vacíos, sus casas, parecen citas de sí misma, a primera vista
aleatorias, que se conjugan en cualquier tiempo, en cualquier idioma, en
cualquier clase o grupo, o estrato, o circunscripción. En un lugar desaparecen
los adoquines, mientras en otro renacen majestuosos dinteles, aunque con sabor
a truca. Por aquí las barbacoas de la necesidad, por allá la piedra de
jaimanita o la china pelona amalgamada en un escenario ostentoso, sobre todo
por su carácter hiperdiferenciador.
Intento penetrar en la psicosemiótica que se descubre ante mis ojos maravillados. No logro
ingresar en terrenos neutros para que el pensar científico sea menos dañado. Me
dejo llevar por la experiencia subjetiva. Ella está coloreada por mis
diferentes yo, o por las diferentes identidades-roles de mi yo. Entro en un diálogo
conmigo mismo, que es también dialogar con otro, con otros.
La Habana nació de lo similar, pero creció
disímil. Su heterogenia, como su heterodoxia, es ancestral. La Habana es hija
de mixturas. Es una mixtura. A veces gentil, a veces violenta. La Habana es
hija de sus pobladores: mezcla de orígenes, de culturas, de razas, de historias.
Algunos dirían que se está tornando ecléctica, como eclécticos somos poco a
poco sus pobladores, nuestras costumbres. Pero no concuerdo con tal afirmación.
El ecléctico es un acto de moderación, de cordura, de puntos medios. La Habana se
vuelve egocentrada, altanera. Hace
suyo lo que es de otros, de muchos. Re-crea más que asimila. Se rememora como
caricatura a sí misma. Se reproduce extensivamente, conformando familias
ampliadas a golpe de rupturas y oportunidades.
Mis ojos se detienen ahora en construcciones
multiformes, piezas con pretensiones decorativas que me transportan cincuenta
años atrás, para luego halarme a un jadeante siglo diecinueve, donde se
descubren gustos de marqueses conservadores dialogando con gringos
secesionistas. Infantiles muñecos waltdísnicos
rodeados de delfines, tortugas, cangrejos (animales de mar adentro, con
animales de estanque, con ratoncitos pudorosos vestidos de botín y pantalón
corto).
Sigo con mi intención de un análisis
psicológico respetuosamente profano. Avanzo
hacia el último reducto de la burguesía que creía extinguida (al menos aquí), y
tropiezo con figuras egipcias, acolchonadas en espacios coloreados por el
protocolo (blanco y caoba). Muebles Emprova
en espacios que llaman sobre sí la atención con parpadeantes luces navideñas,
en pleno agosto, para incitar al consumo en un paladar devenido en restaurante
de lujo más por sus precios que por su calificación. Espacios emergentes, dicen
con exactitud que por cuenta propia,
porque al renacimiento del cuentapropismo
parece asociarse la anarquía estética, o bastante comúnmente la distética. El desbalance parece ser lo
común. No tiene por qué ser así. Pero el paso de nada a algo acaba por romper
límites titubeantes establecidos por decreto. Los excesos de regulación se
asemejan a la desregulación por obra y gracia de la necesidad de subsistencia
primero, y del intercambio de favores después. La subsistencia obstaculizada
convoca a la disidencia de la norma. El favor compartido llama a la corrupción.
La mezcla más allá de la desembocadura del
Almendares parece ser otra. De esa se habla bastante menos. Mansiones escuelas,
mansiones embajadas, mansiones empresas, mansiones restaurantes, mansiones
tiendas, mansiones policlínicos, mansiones unidades militares. También
mansiones solares, mansiones medios básicos, mansiones residencias. Muchas de
ellas, no todas, hablan también el lenguaje del deterioro. Pero también hablan
de los que sí y los que no. De los beneficiados, por su talento, y por el modo
en que políticamente se estimula y reconoce algunos talentos a diferencia de
otros. “Qué pena. Qué pena. Yo no soy de
La Gran Escena”. En todo caso aquí
prima (¿sospechosamente?) el principio de la conservación. Los impactos de los
tiempos son especialmente nítidos al interior. La Habana dividida en su
visualidad. Entre el deterioro y el reflorecimiento. Para esta parte de la
ciudad no haré consulta pública. Ella puede agenciarse consultas sin subvención
estatal.
La ciudad que tiendo en mi diván, la de más abajo, habla. Es obra
de sus tiempos. Sobre todo me empeño en los visibles presentes. La ciudad es el
producto de la conjugación de sus tiempos y su gente. Matices coloreados de
subjetividades diversas que conforman un panorama a primera vista iconoclasta, pero,
esencialmente, devenido producción histórica, cultural, y definitivamente
política.
¿Podría hacerse una lectura psicológica de
las voces sedimentadas en un cierto discurso sincrónico de la ciudad? , ¿es
útil una interpretación socio-psicológica de lo que habla desde las paredes,
entre los balaustres, en las cerámicas o las tejas decorativas, puestas por
decisión y (mal) gusto de alguien?, ¿qué
ha movido a estos pobladores adueñados de una nueva paraestética a construir quien sabe si a su imagen deseada, aspiracional
o contestaria? Un escrutinio contundente pasará por la búsqueda de pruebas
fehacientes. Aquí solo van unas miradas introspectivas que testimonien una
posibilidad, y dejen la rigurosidad empírica como tarea pendiente.
Como toda comprensión subjetiva, y la
psicológica lo es por antonomasia, los límites son necesarios. Buena parte de las
producciones materiales arquitextuales
recientes están entrecruzadas por dimensiones que no hacen gala solo de
subjetividad. Son producciones contextuales de causas (lo que se puede, lo que menos no se puede, lo que no llama tanto
la atención) y azares (lo que hay, lo
que se consigue, lo que me resolvieron). Son producciones entretejidas por
remesas (sobre todo por las remesas fla),
por la economía subterránea (cultivada con la legitimidad supuesta de ciertos
pactos sociales tácitos, pero de manera ilegal) y en alguna cuantía, mucho
menos significativa, por formas de apropiación “por autorizo” (efectos de
ciertas condiciones atípicas de trabajo, cumplimiento de funciones acreditadas
y loadas por el discurso socio-político, y otras). Todas en alguna u otra
medida comparten al menos dos características comunes: contextualidad (dependen de ciertas situaciones), e incertinidad (no hay garantías
significativas de que se mantengan, al menos establemente). Las dos primeras,
por efecto de no ser el resultado de algún tipo de trabajo (que no es lo mismo
que pasar trabajo) favorecen la hipertrofia de la consciencia de consumo, y se
alejan de la de producción. La otra parece intermedia entre las anteriores, y
una tercera trama que nace con el renacimiento y repunte de los pequeños
negocios privados (sobre todo alquileres, paladares; servicios de muchos tipos,
pero pocas producciones). El cuentapropismo
es la vedette que reaparece luego de cincuenta años de más o menos ausencia,
con una cirugía plástica de época. Luego de borrada, luego de un intento de
revocación, luego de ser vuelta a acusar de mercanchiflista,
luego de parametrizaciones tributarias que no
brinca un chivo, el trabajo por cuenta propia, la práctica de subsistencia
con sus propias manos, reaparece auspiciada por la necesidad, favorecida por la
ineficiencia estatal, vuelve ahora llamada
con respeto y consideración por sus promotores gubernamentales, presta a
convertirse en la otra alternativa (vaya descubrimiento: lo estatal y lo no
estatal).
Todo parece confluir en la tenencia de
dinero, y lo que esto significa para cada quien. El dinero, objeto en
extinción, figura obsoleta en la configuración de un Estado abastecedor, a
juzgar por las representaciones y prácticas gubernamentales, comienza a
reubicarse en el lugar del “analizador social”, el comodín capacitado para
hacer emerger diferencias notorias, imponer el nacimiento de las
neo-iconografías cotidianas, producidas por los sujetos cotidianos,
individuales, amparados en su capacidad económica, y no en los discursos
colectivos, políticos, gubernamentales. Mucho menos en los estéticos.
La ciudad se diversifica a la zaga del igualitarismo
en decadencia. La ciudad se fractura al compás de la anarquía mercantil del
dinero. Diversidad y fractura son expresión de una subjetividad social diversa,
fisurada, cambiante. Todo es parte de la corporalidad cultural de las
subjetividades. La efervescencia subjetiva no es contenible por el inmovilismo
de la falta de recursos, del burocratismo, de la identificación de la
modernidad con el capitalismo. Si el
socialismo real no es la homogeneidad unánime, sino la convivencia de
producciones subjetivas, entonces las culturales no son solo las emanadas de
las prácticas consecuentes, sino también de las inconsecuentes, hasta de las
incongruentes. De las participativas, de las excluyentes, de las de avanzada,
de las retrogradas.
En una primera línea, como productores de las
fracturas visibles en la tal arquitextualidad,
aparecen los llamados “nuevos ricos”. Seguramente, a nivel primario, es la
asociación al dinero lo que emulsiona la denominación (aunque una parte de
ellos ya fue denominada “parásitos”, “lumpens”) No hay referencia aquí a la
vertiginosa emergencia asiática, china. Es una denominación para los que
“tienen un baro largo” (nada que ver con las tradiciones machistas
organicistas). No son todos los que están (en esa situación de tenencia), ni
están todos los que son (los hay solapados en los predios de la cultura, de la
ciencia, de la gestión gubernamental). El asunto es el vínculo con el dinero
como fetiche. La posesión del dinero como criterio de éxito personal. El uso y
abuso del dinero para comprar, visibilizar, ostentar, el supuesto éxito
personal.
Esos “nuevos ricos”, a los que hago aquí
referencia, con consciencia de que no son los únicos ricos de los últimos años,
mirados desde las alturas culturales de las elites, desde los estancos del
poder político, o desde la “masa”, son no solo tenedores de dinero muy superior
a la media alta poblacional, sino poseedores de sumas muy por encima de las que
no hacen pensar execradamente en un
origen de dudoso carácter. Son sobre todo los que, para su tranquilidad
espiritual (si es que algo los intranquilizara) se apoyan en una (des)ética de la supervivencia, al decir de
Alhama, aquella que justifica la sustitución del esfuerzo personal por lo
ilícito. Un principio bien light que
ha ganado bastante espacio.
En cualquier caso, estoy psicologiando. De manera que se me hace necesaria una delimitación
más comportamental, psicológica, para poder desde ella entender sus impactos
sobre la ciudad. Entonces me acerco a ciertas peculiaridades caracterológicas
que los hacen quizás un grupo, un segmento, una unidad diferenciada.
Esta pléyade
barrial, es sostenedora de una nueva noción de “propiedad”. Es la
propiedad, como derecho o facultad de posesión,
de poder disponer de lo que se posee,
y hacerlo objeto del dominio, pero de manera autoreferente. El armador subjetivo de la propiedad no es el
derecho otorgado por la ley (ya sabemos que no es escasa la actuación al margen
de la ley, o en una interpretación muy personal), y por tanto realizable con
ajuste a ella, sino el hecho de ser
“mío”. No faltarán los colegas de profesión que leerán aquí una clásica
conducta regresiva. Para el psicoanálisis, según Laplanche y Pontalis, en un
sentido formal, la regresión designa el paso a modos de expresión y de
comportamientos de un nivel inferior, desde el punto de vista de la
complejidad, de la estructuración y de la diferenciación. Dicho desde otra
psicología, la imposibilidad, la incapacidad (en este caso el desinterés) propia
del niño, cuya identidad está en construcción, de pensar en el otro; su
ubicarse al margen de la norma, hace que “mío” sea lo que quiero, lo que se me
antoja, lo que me gusta. Cueste lo que cueste (incluso el castigo, que a veces
ni llega porque es sobornable).
Se reconocen en roles de “dueño”, lo que
supone que son origen y fin de sus
propiedades. Estas son como sus fantasmas, sus sombras, aquello que es
sobre todo el reflejo de su poseedor. Por efecto de su potencial de compra, se
hacen del dominio no solo de las cosas, sino de sus representaciones, de su
significado. Su verdad es la verdad, reproduciendo así la lógica del poder
autocrático. Su fortaleza reside en su picardía, en sus “buenas” ideas, en su tino para los negocios. Con lo que
subordinan el trabajo al ingenio (la noción clave es inventar). Con lo cual, la condición natural (deseada) es el ocio,
el disfrute, la maximización de los placeres mundanos. La instrucción y la
educación son atavismos que hay que remontar. Ellos se hicieron solos. Mientras los otros estudiaban, ellos estaban
luchando por la vida. Alguien dijo que son “reformistas sustitutivos”: el
asunto no es de pobreza y riqueza, de justicia e inequidad, de sumisión y
poder, sino de quién es el rico, a favor de quién está la inequidad, quien
manda. Y, claro, su meta es ocupar el reinado.
Su marca abrumadora sobre la ciudad es de
intención restitutiva. Sus iconos son
caricaturas de la burguesía lugareña de otrora. Quién sabe si proyecciones de
frustraciones de las épocas de querer y no tener, y no poder tener, y entonces
se quieren imaginar, con décadas de atraso, en las grandes mansiones de los Gómez
Mena y similares. Por eso se apropian de pequeños fragmentos de balcones, o
atiborradas puertas y ventanales. Pedazos, cual parches, que puestos unos tras
otros son evidencia de su poder. También de su mal gusto, de su obsoletidad cultural. Son los de entonces su alterego reminiscente. Buscan ser, a destiempo, lo que no pudieron
ser antes, o quizás sus padres, o sus abuelos.
A la falta de espacios reales concentran en
los espacios disponibles lo que anhelan para otras dimensiones. El abarrotamiento,
lo superpuesto, los conglomerados, forman parte de una alucinación de espacio
que sigue más una lógica subjetiva de tenerlo todo que de tener como tenerlo.
Es una mentalidad acaparadora, nacida también de los déficits, que al
objetivarse hace evidente lo vacuo del sustrato valorativo.
Comenzaron por las decoraciones de interiores. En ellas no faltaban piezas de
porcelana, andariveles de todo material, reproducciones, y sobre todo equipos
eléctricos, en proporciones y cantidades más cercanos al almacén que a la
vivienda. Pero a su modo de existencia, a su filosofía de vida (esto es un extremo conceptual) no le basta con ser
solo para sí (lo que se piensa, se cree de uno mismo, lo que se sabe que se
tiene, lo que hay dentro de la casa) y para sus allegados - los que visitan,
entran, ven, se maravillan - sino que necesita hacerse omnipresente ante los
otros (lo que los otros ven, valoran, suponen que ellos otro tienen, y ojala
que hasta envidien). Por momentos conservan algo de prohibición paranoide (que no se note demasiado, porque siempre hay un ojo que te ve), pero
pronto el ansia de ostentación (la que alguna vez resolvieron con dientes de oro,
botones de oro, brazaletes, anillos y cadenas de oro… de vuelta ahora en los círculos reguetoneros) se impone. Su leit motiv es precisamente llamar la
atención, hacerse ver, evidenciar su diferencia, su estar por encima, especular. Por eso su asociación a lo
extremo, lo extra límite. Que nadie
dude quién y qué es el dueño de esa
casa. No importa donde esté enclavada por designios de una sociedad que no
favorece lo que consideran “la iniciativa personal” (ahora se abre la
posibilidad de comprar una “más tocá” – más grande, con mayor capacidad de
ostentación, más “especuladora”).
Que el “decorado”, la acción de hacer hermoso, es un acto de carácter
estético no parece tener duda. Pero, en el acontecer cotidiano de las
asignaciones simbólicas, resulta también una expresión del uso del carácter de
ser propietario, léase “el dueño”. Un
nuevo (¿?) renglón de la subjetividad que parece anclarse incluso más allá del
dinero. Así sucede con el decorar a un hijo/a con el nombre (y vaya que
encontramos estéticas diversas, argumentos de todo tipo, construcciones
autorales, razones que tienden al infinito). Así con el decorado del cuerpo:
acto de supremo dominio personal, “mi cuerpo es mío”, y refrendamos piercings, tatuajes de diversidad
contemporánea o casi medieval. Súmese la
utilización de silicona en verdaderas obras reingenieriles
de la figura corporal. Y llegamos de vuelta al decorado de una casa, tanto en
sus dimensiones internas, como en sus exteriores. En los que se hacen convivir
decenios, hasta milenios, de modelajes con creatividades personales
aprehendidas de revistas, seriales, fotos. Todo vale. Solo es necesario que “me
guste”. Qué ha de extrañarnos que sea así. Si un Pedro convive en el mismo
lugar con un/a Elisney. Cecilia con Miquima. Rosa María con Yojariek. Todos
pueden estar en una misma Escuela, que puede llamarse “Varsovia” o “Niños
héroes de Chapultepec”. Su maestro tiene tatuado un “tribal” (quizás celta o
maorí), y su mano de orula se mueve mientras escribe un SMS
en su Iphone: Tkiero chama .
La subjetividad de la ostentación, del poder,
de estos nuevos adinerados, marca la ciudad en casi todos sus barrios, la
fractura. No es la diversificación que el art-decó,
o el art-nouveau introdujeron
alzándose junto a edificios neoclásicos, como retando a la excelencia del
barroco. Ni la del modernismo posterior, en las postrimerías del periodo pre
revolucionario. Se trata de pujantes intentos de liberación personal,
sustentados no en la noción de desarrollo, de crecimiento, sino de éxito y solo
éxito, de éxito personal. Egoísmo, vanidad, presunción, arrogancia. Producciones
objetivas de subjetividades fracturadas de una parte por un discurso,
parametrizable como monocorde, de cincuenta años, del que se impregnaron por ósmosis,
pero del que nunca participaron comprometidamente (entre otras cosas porque
nunca lo entendieron a cabalidad). De otra por reminiscencias de infancia,
aspiraciones generadas por un sistema frustrante para la inmensa mayoría, que
muestra la cara hermosa de sus construcciones, pero esconde los cimientes sobre
las que se edifican. Una suerte de transposición valorativa en la que lo
deseado sustentado en una perversidad, se reinstituye con ajuste a una nueva
perversión, y mantiene su lógica gramatical: yo, el dueño; yo, mi dinero; yo, el
hombre de éxito.
El “éxito personal” como objeto de deseo
obcecado, en asociación al “tener” (se es lo que se tiene), evidencia los renglones torcidos (al decir de
Torcuato) no solo en su asociación a la legitimación de lo ilegal (cosa nada
inusual en el territorio nacional, y allende los mares), no solo en su carácter
reminiscente, sino también en una concepción pseudoproustiana del tiempo: La institución del éxito reside en
desandar el tiempo para volver sobre él teniendo
lo que no se tuvo. De ahí, probablemente, lo decadente de su estética,
residente en esa “busca del tiempo perdido”, movimiento que al parecer
inexorablemente lleva hacia el “norte”. Allá donde el tiempo se refugió (al que
dude le bastará una caminata por “la pequeña habana”). Allá, donde se encuentra
el dechado, el patrón cincuentenario,
hoy amalgamado, como el “men” y el “you know”, a una cultura que lo foraniza, y
que el también cubaniza pero con cincuenta años de atraso. A Miami voy. De
Miami viene.
La impronta de los nuevos ricos es, me
permito un exceso, tan perversa, que la vocación humanizante llega a dudar si
se funda en una falta de darse cuenta.
¿Es que no se dan cuenta de los costos sociales, culturales, barriales, de su
éxito? ¿Acaso no perciben los efectos negativos de su comportamiento, más aún,
de su modo de vida? Lamentablemente me tengo que responder en negativo. La
marca subjetiva, quizás más llamativa, de los advenedizos se evidencia cuando se
intenta poner en relación dos elementos de dimensiones diferentes: éxito y
responsabilidad. El primero egoorientado.
El segundo exorientado. Salta
entonces a la vista que el otro, los otros, para estas subjetividades neoricas, no son mucho más que
concomitantes accidentales, instrumentalmente a veces necesarios, convivientes
a distancia. Alguien a quién, sustentándose una noción mafiosa de familia, debo
ayudar, pero no pensar en él, desde él, con él. La responsabilidad ausente con
el otro (valga en justicia decir que el otro es quien no es miembro de mi
familia cercana, directa o indirecta) es evidente. Como lo es con todo lo que
se pueda instituir como responsabilidad social: la cultura, la educación, el
ambiente, y sobre todo la equidad social.
“Cada cuál a lo suyo”, pudiera ser el slogan
de los susodichos. Rememoran, con su tergiversada mente, a la Pavone “que me importa el mundo..” si yo estoy
bien. Si quiero puedo y basta con querer. El mundo es el espacio de los
antojos, hasta el de cambiar el cauce de un río adicionándole un afluente construido. Si yo estoy bien,
qué me importa cómo están los otros. Que cada uno resuelva como pueda. El
hedonismo subyuga a la razón. El éxito personal escotomiza. No hay espacio para
lo social, solo para los sociales. La abundancia personal
silencia la falta de los otros.
No hay dudas que no son los nuevos ricos los
que destruyen nuestro hábitat, pero su participación no puede ser ocultada. No
hay dudas que no son ellos quienes generan la pobreza. Pero su complicidad es
notoria. Y hay pobreza en mi ciudad. Hay quienes no la ven. Hay quienes no
quieren verla. Pero hay pobreza. Las ciencias sociales, mi espacio académico de
pertenencia, así lo han demostrado. Pero no hace falta leer informes de
investigaciones. Basta con andar psicologiando
por la ciudad. Por supuesto que basta con andar, sin psicologiar. Pobreza, que algunos limitan al “descuido”, “modo de
vida”, “subcultura”, “migraciones”, pero que tiene que ver con inequidad, con
grados diferentes de vulnerabilidad, con favorecidos y desfavorecidos. Pobreza
que impacta, deja su impronta en la ciudad, y que la ciudad delata en su
semiótica visual. Y en la medida en que la protección
superior se vaya reduciendo en ciertos espacios, esta pobreza tenderá a
crecer. Así como en la medida en que se diversifique el modo de subvención, se
arme una distribución (estatal y solidaria) más equitativa, la pobreza podrá
ser paliada, mitigada, ojala que subvertida. Y en eso todo podemos hacer algo.
Con nuestras prácticas ciudadanas. Con nuestra sensibilidad.
Pero los nuevos ricos desahucian cuando
evaden sus responsabilidades tributarias (mucha riqueza es indeclarable);
marginan cuando imponen con su capacidad de consumo los precios y las
posibilidades; devalúan cuando hacen que los ecos de otros mundos (pretéritos, foráneos) devengan modelos
representativos del “good way of life”.
La ciudad me habla de los ricos, de los
pobres. Me habla de los que llegan en busca de mejores oportunidades. De los
que lo logran. De los que no. No solo hay “sábanas blancas colgada en los
balcones”. También hay derrumbes de balcones, hay nuevas edificaciones que
acercan la salud a la casa, hay ruinas repobladas, hay azoteas pizzerías, hay
comedores populares al alcance de los menos favorecidos, hay Escuelas
pintaditas, hay paredes pintarrajeadas, hay albergues para damnificados, los
hay damnificados ellos mismos. Hay un discurso sinfónico con voces e
instrumentos de todo tipo que se escucha en un mismo barrio, o en una misma
cuadra, o en un mismo edificio. Esta ciudad es “un arroz con mango”, de
voluntades políticas (de sus aciertos y desaciertos), de subjetividades
múltiples (de sus sueños y sus posibilidades), de mujeres y hombres luchando
por vivir (porque saben que la muerte
está segura), de historia y tiempo (que no es lo mismo, y no da igual).
Ando psicologiando
por la ciudad. Me impactan también las llamadas “nuevas posibilidades” que otrora me convocaron en ofensiva
política, y ahora me ponen a la defensiva económica. Peor aún, muchas de ellas me
agreden estéticamente. Comienzan a invadir mi espacio visual, auditivo,
sensorial, de una manera que no me resulta placentera. Carteles de pésima
factura y peor gusto multiplican las faltas ortográficas ya aumentadas por
causas mayores. Ventanas reconvertidas en mostradores, timbiriches,
carretillas, garajes destinados a la estética del tugurio, comercio al menudeo inflacionado por la falta, abastecido
quien sabe cómo. Hasta lo ilegal se legaliza, y se fragua un atentado a la
cultura nacional con la ingenuidad de las ventas de CD, DVD. El proceso de deshigienización se acelera. Rememoro mi
natal Cayo hueso, ahora fragmento de cualquier barrio – El Vedado, Miramar,
Siboney, da lo mismo - y no era así. Mi barrio, como cualquier otro barrio,
ahora fragmentado por las diferencias de los bolsillos (abastecidos también
quien sabe cómo, de muchos cómos).
¿Por qué será que a la prohibición vencida sobreviene el desafuero?
Otra vez aquí se asoma la ausencia de responsabilidad,
la responsabilidad cegada ante el ímpetu, sería justo decir en muchos casos,
ante la necesidad del beneficio restaurador, y no solo el del lucro. En unos se
deja ver la ingenuidad, el desconocimiento, las rutinas aprendidas, el descuido.
En otros, se deja ver la recurrencia a la trampa, a la reventa, la estafa, el
aprovechamiento oneroso. Lo cierto es que hay muchos, de ambos grupos, que se hacen
acompañar del mal gusto, la indiferenciación, la chabacanería, el paupérrimo kitsch. Y así comienzan a ser actores de
una “redecoración” de la ciudad, en cualquier esquina, cuadra, barrio. Una
redecoración, por cierto, que incluye los sonidos, los sabores, y también los
olores.
Hay algunas clarificaciones extraviadas en el
acontecer comportamental. Por momentos parece que algunos confunden el
levantamiento de ciertas prohibiciones, con la tramitación anárquica, barullera,
desordenada del comportamiento. Como si a la flexibilidad le fuera ajeno el
orden, los límites, las normas. La convivencia parece acercarse más a la
resignación ante la extimidad
extrema, o la insensibilidad aprendida desde la desesperanza. La ciudad calla y
tolera. Construye así su complicidad. A veces encuentro que algunos han hecho
una fatal asociación entre la estética
del deterioro y la ética de la
resistencia. Como si el desastre fuera necesario para demostrar que a pesar
de todos los pesares seguimos en pie, dignamente. Lo confusional no es ajeno a
los tiempos, y no lo es a la ciudad. Entre cambios, tumbos, vaivenes, “estira y
encoge”, se producen procesos reencarnatorios,
creativos, transductivos, transponedores, que ciertamente hacen compleja la
comprensión de lo que pasa, y hacen posible sentirlo, compartirlo. Así vive la
ciudad. Poblada por aquellos a quien hace y la hacen. Hay quienes piensan, en
paráfrasis de origen ya desconocido, que una ciudad es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de sus
pobladores. Puede que sea cierto. En todo caso no será absolutamente cierto. El
destino de una ciudad asociado a las prácticas cotidianas de sus pobladores es
inevitable, por suerte. Quizás de lo que se trata no es tanto de la ciudad como
de que “seamos un tilín mejores, y mucho menos egoístas”.
La Psicología no es una hermenéutica
inefable. No existe ninguna que lo sea. Con ella, unas veces siento que la
ciudad renace. Que sus narrativas múltiples vuelven a florecer en su máxima
espontaneidad. Otras aparecen en mi mente flashazos de pasado, déja vu. La sensación de “aquí ya
estuve”. Estuvimos. Y me pregunto si la historia tiene marcha atrás, o si la
subjetividad social no tiene tiempo. No tengo como evitar la rememoración de
aquella idea de Marx: la historia se
repite primero como tragedia, y después como farsa. Ya lo dije: no son
todos los que están, ni están todos los que son. Pero la ciudad, por momentos, parece
en trace de suicido, como recuerda Salvador en una pared de nuestro callejón de Hammel.
Pero sigo psicologiando
por las calles y barrios, y también desde allí veo las cosas de otro modo.
Pongo el acento en la diversidad y no en la fragmentación. Miro con los ojos de
la imaginación y no solo de la sensación. Me proyecto con la ilusión del deseo.
Balanceo testimonios, coyunturas, demandas. Pienso trascendentalmente, más allá
de los límites, anagramáticamente. Y entonces
veo otra ciudad. Veo una ciudad por la que circulan miradas diversas, historias
y narrativas múltiples. Transeúntes de una cosmogonía interexistencial centenaria que se renueva de generación en
generación. Un universo vivo, pletórico de sueños, esperanzas, quimeras,
utopías. Veo la ciudad que me imanta, y me hace su inequívoco devoto.