jueves, 7 de junio de 2012

Psicologiando por la ciudad.

Ando psicologiando a la ciudad. Me lo ha pedido el amigo Nelson: arquitecto, curador y crítico de arte, de alto quilate. Me alertó hace unos años: “Nada menos que un «arroz con mango», como se decía aquí décadas atrás, es lo que experimentan hoy las grandes ciudades en cualquier continente (extendido a otras de mediano tamaño y baja densidad poblacional), a pesar de normativas y regulaciones impuestas por las administraciones municipales para evitarlo”. ¿Pero que se espera del decir de un psicólogo? Somos profesionales de la distancia crítica. La que nos permite ver las cosas desde la su-bo-bjetividad. Pero de la propincuidad con mi ciudad me resulta difícil desprenderme.
Mientras me alejo del espacio enmantado por la oficina del historiador; mientras salgo de ese velo mágico de revivificación, tejido artesanalmente con la labor de centenares de hombres y mujeres que con el ilustrado al frente me van devolviendo un espejo vivo en el que reconocerme, entenderme, mirar la historia; así que la reconstrucción no logra ser un propósito activo, quien sabe si ni un sueño alcanzable, como en asociación libre provocada, aparecen en mis sonidos internos frases escuchadas y leídas: “la falta de modelos de calidad a seguir –y, muy especialmente, el desmantelamiento de los mecanismos de control urbano sobre las obras estatales y privadas– han provocado la proliferación de obras que deforman seriamente y desvirtúan la imagen y carácter de ciudades y pueblos cubanos, a menudo de manera irreversible… aparece un preocupante componente de marginalidad, importación de patrones foráneos incompatibles”. La heterodoxia fenoménica me impacta. Los que pueden han creado su mundo, a su antojo, a su gusto,  ¿a su imagen y semejanza? Los que no, también. Al como pueden. Se alza ante mí un universo poblado de islas paredes, islas barbacoas, islas balcones, islas palacetes. Producciones subjetivas al descubierto, expuestas como en mi hora de consulta, solo que por alguien(es) que no demanda psicoterapia, ni análisis, ni tan siquiera un espacio en el próximo guión de “Vale la Pena”.
 Entra hasta por los poros el “deterioro de la imagen urbana, la deformación que está sufriendo la ciudad, aún en zonas altamente calificadas, expresado en los amurallamientos que surgieron ante el temor de la inseguridad pública, los jaulones para guardar automóviles; y junto a empeños de propietarios de las casas, que las han arreglado muy bien, los que las han arreglado pésimamente”. Pienso en voz alta. Las rejas por la inseguridad ciudadana. Las rejas para evitar hacer visible lo que sucede adentro. Las rejas, o lo muros, o alguna otra delimitación de espacio privado. La casa (o el pedazo de casa, o el espacio dentro de un pedazo de casa) como refugio, como lugar de establecer identidades más sólidas, o simplemente distintas, más individuales, menos colectivas, más propias, menos de todos.   
No son todos. Hay islas para la salvación, para la redención, para el equilibrio. Hay florecientes negocios de pequeña y media cuantía. Hay buen gusto. Hay limpieza. Hay. Pero temo por la profecía de Murphy: Un manzana sana en un barril de manzanas podridas, se pudre. Una manzana podrida en un barril de manzanas sanas, las pudre. “Hay un país de roca en ruinas bajo otro país de pan”.
Cuando me adentro en vertical por las calles, subiendo en busca del sur, comienza a faltarme la expresión homogéneamente heterogénea que descubría el andar de ojos abiertos por el malecón. La ciudad, construida junto al mar, susurraba su historia desde su nacimiento y esplendor amurallado, hasta las grandes (neo) mansiones y los embarcaderos de yates anglófonos. Caminando hacia el sur la experiencia es otra. Por las interioridades del este y el oeste, comienzan a divisarse los islotes. Se alza ante mí una mágica combinación de estilos, épocas, gustos, sobre todo en un concierto de exabruptos constructivos. La ciudad cambia intertextuándose. Una lógica calidoscópica que genera nuevas visiones en cada ángulo. Sus espacios, sus vacíos, sus casas, parecen citas de sí misma, a primera vista aleatorias, que se conjugan en cualquier tiempo, en cualquier idioma, en cualquier clase o grupo, o estrato, o circunscripción. En un lugar desaparecen los adoquines, mientras en otro renacen majestuosos dinteles, aunque con sabor a truca. Por aquí las barbacoas de la necesidad, por allá la piedra de jaimanita o la china pelona amalgamada en un escenario ostentoso, sobre todo por su carácter hiperdiferenciador.
Intento penetrar en la psicosemiótica que se descubre ante mis ojos maravillados. No logro ingresar en terrenos neutros para que el pensar científico sea menos dañado. Me dejo llevar por la experiencia subjetiva. Ella está coloreada por mis diferentes yo, o por las diferentes identidades-roles de mi yo. Entro en un diálogo conmigo mismo, que es también dialogar con otro, con otros.
La Habana nació de lo similar, pero creció disímil. Su heterogenia, como su heterodoxia, es ancestral. La Habana es hija de mixturas. Es una mixtura. A veces gentil, a veces violenta. La Habana es hija de sus pobladores: mezcla de orígenes, de culturas, de razas, de historias. Algunos dirían que se está tornando ecléctica, como eclécticos somos poco a poco sus pobladores, nuestras costumbres. Pero no concuerdo con tal afirmación. El ecléctico es un acto de moderación, de cordura, de puntos medios. La Habana se vuelve egocentrada, altanera. Hace suyo lo que es de otros, de muchos. Re-crea más que asimila. Se rememora como caricatura a sí misma. Se reproduce extensivamente, conformando familias ampliadas a golpe de rupturas y oportunidades.
Mis ojos se detienen ahora en construcciones multiformes, piezas con pretensiones decorativas que me transportan cincuenta años atrás, para luego halarme a un jadeante siglo diecinueve, donde se descubren gustos de marqueses conservadores dialogando con gringos secesionistas. Infantiles muñecos waltdísnicos rodeados de delfines, tortugas, cangrejos (animales de mar adentro, con animales de estanque, con ratoncitos pudorosos vestidos de botín y pantalón corto).  
Sigo con mi intención de un análisis psicológico respetuosamente profano. Avanzo hacia el último reducto de la burguesía que creía extinguida (al menos aquí), y tropiezo con figuras egipcias, acolchonadas en espacios coloreados por el protocolo (blanco y caoba). Muebles Emprova en espacios que llaman sobre sí la atención con parpadeantes luces navideñas, en pleno agosto, para incitar al consumo en un paladar devenido en restaurante de lujo más por sus precios que por su calificación. Espacios emergentes, dicen con exactitud que por cuenta propia, porque al renacimiento del cuentapropismo parece asociarse la anarquía estética, o bastante comúnmente la distética. El desbalance parece ser lo común. No tiene por qué ser así. Pero el paso de nada a algo acaba por romper límites titubeantes establecidos por decreto. Los excesos de regulación se asemejan a la desregulación por obra y gracia de la necesidad de subsistencia primero, y del intercambio de favores después. La subsistencia obstaculizada convoca a la disidencia de la norma. El favor compartido  llama a la corrupción.
La mezcla más allá de la desembocadura del Almendares parece ser otra. De esa se habla bastante menos. Mansiones escuelas, mansiones embajadas, mansiones empresas, mansiones restaurantes, mansiones tiendas, mansiones policlínicos, mansiones unidades militares. También mansiones solares, mansiones medios básicos, mansiones residencias. Muchas de ellas, no todas, hablan también el lenguaje del deterioro. Pero también hablan de los que sí y los que no. De los beneficiados, por su talento, y por el modo en que políticamente se estimula y reconoce algunos talentos a diferencia de otros. “Qué pena. Qué pena. Yo no soy de La Gran Escena”.  En todo caso aquí prima (¿sospechosamente?) el principio de la conservación. Los impactos de los tiempos son especialmente nítidos al interior. La Habana dividida en su visualidad. Entre el deterioro y el reflorecimiento. Para esta parte de la ciudad no haré consulta pública. Ella puede agenciarse consultas sin subvención estatal.
La ciudad que tiendo en mi diván, la de más abajo, habla. Es obra de sus tiempos. Sobre todo me empeño en los visibles presentes. La ciudad es el producto de la conjugación de sus tiempos y su gente. Matices coloreados de subjetividades diversas que conforman un panorama a primera vista iconoclasta, pero, esencialmente, devenido producción histórica, cultural, y definitivamente política.
¿Podría hacerse una lectura psicológica de las voces sedimentadas en un cierto discurso sincrónico de la ciudad? , ¿es útil una interpretación socio-psicológica de lo que habla desde las paredes, entre los balaustres, en las cerámicas o las tejas decorativas, puestas por decisión y (mal) gusto de alguien?, ¿qué ha movido a estos pobladores adueñados de una nueva paraestética a construir quien sabe si a su imagen deseada, aspiracional o contestaria? Un escrutinio contundente pasará por la búsqueda de pruebas fehacientes. Aquí solo van unas miradas introspectivas que testimonien una posibilidad, y dejen la rigurosidad empírica como tarea pendiente.
Como toda comprensión subjetiva, y la psicológica lo es por antonomasia, los límites son necesarios. Buena parte de las producciones materiales arquitextuales recientes están entrecruzadas por dimensiones que no hacen gala solo de subjetividad. Son producciones contextuales de causas (lo que se puede, lo que menos no se puede, lo que no llama tanto la atención) y azares (lo que hay, lo que se consigue, lo que me resolvieron). Son producciones entretejidas por remesas (sobre todo por las remesas fla), por la economía subterránea (cultivada con la legitimidad supuesta de ciertos pactos sociales tácitos, pero de manera ilegal) y en alguna cuantía, mucho menos significativa, por formas de apropiación “por autorizo” (efectos de ciertas condiciones atípicas de trabajo, cumplimiento de funciones acreditadas y loadas por el discurso socio-político, y otras). Todas en alguna u otra medida comparten al menos dos características comunes: contextualidad (dependen de ciertas situaciones), e incertinidad (no hay garantías significativas de que se mantengan, al menos establemente). Las dos primeras, por efecto de no ser el resultado de algún tipo de trabajo (que no es lo mismo que pasar trabajo) favorecen la hipertrofia de la consciencia de consumo, y se alejan de la de producción. La otra parece intermedia entre las anteriores, y una tercera trama que nace con el renacimiento y repunte de los pequeños negocios privados (sobre todo alquileres, paladares; servicios de muchos tipos, pero pocas producciones). El cuentapropismo es la vedette que reaparece luego de cincuenta años de más o menos ausencia, con una cirugía plástica de época. Luego de borrada, luego de un intento de revocación, luego de ser vuelta a acusar de mercanchiflista, luego de parametrizaciones tributarias que no brinca un chivo, el trabajo por cuenta propia, la práctica de subsistencia con sus propias manos, reaparece auspiciada por la necesidad, favorecida por la ineficiencia estatal,  vuelve ahora llamada con respeto y consideración por sus promotores gubernamentales, presta a convertirse en la otra alternativa (vaya descubrimiento: lo estatal y lo no estatal). 
Todo parece confluir en la tenencia de dinero, y lo que esto significa para cada quien. El dinero, objeto en extinción, figura obsoleta en la configuración de un Estado abastecedor, a juzgar por las representaciones y prácticas gubernamentales, comienza a reubicarse en el lugar del “analizador social”, el comodín capacitado para hacer emerger diferencias notorias, imponer el nacimiento de las neo-iconografías cotidianas, producidas por los sujetos cotidianos, individuales, amparados en su capacidad económica, y no en los discursos colectivos, políticos, gubernamentales. Mucho menos en los estéticos.
La ciudad se diversifica a la zaga del igualitarismo en decadencia. La ciudad se fractura al compás de la anarquía mercantil del dinero. Diversidad y fractura son expresión de una subjetividad social diversa, fisurada, cambiante. Todo es parte de la corporalidad cultural de las subjetividades. La efervescencia subjetiva no es contenible por el inmovilismo de la falta de recursos, del burocratismo, de la identificación de la modernidad con el capitalismo.  Si el socialismo real no es la homogeneidad unánime, sino la convivencia de producciones subjetivas, entonces las culturales no son solo las emanadas de las prácticas consecuentes, sino también de las inconsecuentes, hasta de las incongruentes. De las participativas, de las excluyentes, de las de avanzada, de las retrogradas.
En una primera línea, como productores de las fracturas visibles en la tal arquitextualidad, aparecen los llamados “nuevos ricos”. Seguramente, a nivel primario, es la asociación al dinero lo que emulsiona la denominación (aunque una parte de ellos ya fue denominada “parásitos”, “lumpens”) No hay referencia aquí a la vertiginosa emergencia asiática, china. Es una denominación para los que “tienen un baro largo” (nada que ver con las tradiciones machistas organicistas). No son todos los que están (en esa situación de tenencia), ni están todos los que son (los hay solapados en los predios de la cultura, de la ciencia, de la gestión gubernamental). El asunto es el vínculo con el dinero como fetiche. La posesión del dinero como criterio de éxito personal. El uso y abuso del dinero para comprar, visibilizar, ostentar, el supuesto éxito personal.
Esos “nuevos ricos”, a los que hago aquí referencia, con consciencia de que no son los únicos ricos de los últimos años, mirados desde las alturas culturales de las elites, desde los estancos del poder político, o desde la “masa”, son no solo tenedores de dinero muy superior a la media alta poblacional, sino poseedores de sumas muy por encima de las que no hacen pensar execradamente en un origen de dudoso carácter. Son sobre todo los que, para su tranquilidad espiritual (si es que algo los intranquilizara) se apoyan en una (des)ética de la supervivencia, al decir de Alhama, aquella que justifica la sustitución del esfuerzo personal por lo ilícito. Un principio bien light que ha ganado bastante espacio.
En cualquier caso, estoy psicologiando. De manera que se me hace necesaria una delimitación más comportamental, psicológica, para poder desde ella entender sus impactos sobre la ciudad. Entonces me acerco a ciertas peculiaridades caracterológicas que los hacen quizás un grupo, un segmento, una unidad diferenciada.
Esta pléyade barrial, es sostenedora de una nueva noción de “propiedad”. Es la propiedad, como derecho o facultad de posesión,  de poder disponer de lo que se posee,  y hacerlo objeto del dominio, pero de manera autoreferente. El armador subjetivo de la propiedad no es el derecho otorgado por la ley (ya sabemos que no es escasa la actuación al margen de la ley, o en una interpretación muy personal), y por tanto realizable con ajuste a ella,  sino el hecho de ser “mío”. No faltarán los colegas de profesión que leerán aquí una clásica conducta regresiva. Para el psicoanálisis, según Laplanche y Pontalis, en un sentido formal, la regresión designa el paso a modos de expresión y de comportamientos de un nivel inferior, desde el punto de vista de la complejidad, de la estructuración y de la diferenciación. Dicho desde otra psicología, la imposibilidad, la incapacidad (en este caso el desinterés) propia del niño, cuya identidad está en construcción, de pensar en el otro; su ubicarse al margen de la norma, hace que “mío” sea lo que quiero, lo que se me antoja, lo que me gusta. Cueste lo que cueste (incluso el castigo, que a veces ni llega porque es sobornable).
Se reconocen en roles de “dueño”, lo que supone que son origen y fin de sus propiedades. Estas son como sus fantasmas, sus sombras, aquello que es sobre todo el reflejo de su poseedor. Por efecto de su potencial de compra, se hacen del dominio no solo de las cosas, sino de sus representaciones, de su significado. Su verdad es la verdad, reproduciendo así la lógica del poder autocrático. Su fortaleza reside en su picardía, en sus “buenas” ideas, en su tino para los negocios. Con lo que subordinan el trabajo al ingenio (la noción clave es inventar). Con lo cual, la condición natural (deseada) es el ocio, el disfrute, la maximización de los placeres mundanos. La instrucción y la educación son atavismos que hay que remontar. Ellos se hicieron solos.  Mientras los otros estudiaban, ellos estaban luchando por la vida. Alguien dijo que son “reformistas sustitutivos”: el asunto no es de pobreza y riqueza, de justicia e inequidad, de sumisión y poder, sino de quién es el rico, a favor de quién está la inequidad, quien manda. Y, claro, su meta es ocupar el reinado.
Su marca abrumadora sobre la ciudad es de intención restitutiva. Sus iconos son caricaturas de la burguesía lugareña de otrora. Quién sabe si proyecciones de frustraciones de las épocas de querer y no tener, y no poder tener, y entonces se quieren imaginar, con décadas de atraso, en las grandes mansiones de los Gómez Mena y similares. Por eso se apropian de pequeños fragmentos de balcones, o atiborradas puertas y ventanales. Pedazos, cual parches, que puestos unos tras otros son evidencia de su poder. También de su mal gusto, de su obsoletidad cultural. Son los de entonces su alterego reminiscente. Buscan ser, a destiempo, lo que no pudieron ser antes, o quizás sus padres, o sus abuelos.
A la falta de espacios reales concentran en los espacios disponibles lo que anhelan para otras dimensiones. El abarrotamiento, lo superpuesto, los conglomerados, forman parte de una alucinación de espacio que sigue más una lógica subjetiva de tenerlo todo que de tener como tenerlo. Es una mentalidad acaparadora, nacida también de los déficits, que al objetivarse hace evidente lo vacuo del sustrato valorativo.  
Comenzaron por las decoraciones de interiores. En ellas no faltaban piezas de porcelana, andariveles de todo material, reproducciones, y sobre todo equipos eléctricos, en proporciones y cantidades más cercanos al almacén que a la vivienda. Pero a su modo de existencia, a su filosofía de vida (esto es un extremo conceptual) no le basta con ser solo para sí (lo que se piensa, se cree de uno mismo, lo que se sabe que se tiene, lo que hay dentro de la casa) y para sus allegados - los que visitan, entran, ven, se maravillan - sino que necesita hacerse omnipresente ante los otros (lo que los otros ven, valoran, suponen que ellos otro tienen, y ojala que hasta envidien). Por momentos conservan algo de prohibición paranoide (que no se note demasiado, porque siempre hay un ojo que te ve), pero pronto el ansia de ostentación (la que alguna vez resolvieron con dientes de oro, botones de oro, brazaletes, anillos y cadenas de oro… de vuelta ahora en los círculos reguetoneros) se impone. Su leit motiv es precisamente llamar la atención, hacerse ver, evidenciar su diferencia, su estar por encima, especular. Por eso su asociación a lo extremo, lo extra límite. Que nadie dude quién y  qué es el dueño de esa casa. No importa donde esté enclavada por designios de una sociedad que no favorece lo que consideran “la iniciativa personal” (ahora se abre la posibilidad de comprar una “más tocá” – más grande, con mayor capacidad de ostentación, más “especuladora”).
Que el “decorado”, la acción de hacer hermoso, es un acto de carácter estético no parece tener duda. Pero, en el acontecer cotidiano de las asignaciones simbólicas, resulta también una expresión del uso del carácter de ser propietario, léase “el dueño”.  Un nuevo (¿?) renglón de la subjetividad que parece anclarse incluso más allá del dinero. Así sucede con el decorar a un hijo/a con el nombre (y vaya que encontramos estéticas diversas, argumentos de todo tipo, construcciones autorales, razones que tienden al infinito). Así con el decorado del cuerpo: acto de supremo dominio personal, “mi cuerpo es mío”, y refrendamos piercings, tatuajes de diversidad contemporánea o casi medieval.  Súmese la utilización de silicona en verdaderas obras reingenieriles de la figura corporal. Y llegamos de vuelta al decorado de una casa, tanto en sus dimensiones internas, como en sus exteriores. En los que se hacen convivir decenios, hasta milenios, de modelajes con creatividades personales aprehendidas de revistas, seriales, fotos. Todo vale. Solo es necesario que “me guste”. Qué ha de extrañarnos que sea así. Si un Pedro convive en el mismo lugar con un/a Elisney. Cecilia con Miquima. Rosa María con Yojariek. Todos pueden estar en una misma Escuela, que puede llamarse “Varsovia” o “Niños héroes de Chapultepec”. Su maestro tiene tatuado un “tribal” (quizás celta o maorí), y su mano de orula se mueve mientras escribe un SMS en su Iphone: Tkiero chama .
La subjetividad de la ostentación, del poder, de estos nuevos adinerados, marca la ciudad en casi todos sus barrios, la fractura. No es la diversificación que el art-decó, o el art-nouveau introdujeron alzándose junto a edificios neoclásicos, como retando a la excelencia del barroco. Ni la del modernismo posterior, en las postrimerías del periodo pre revolucionario. Se trata de pujantes intentos de liberación personal, sustentados no en la noción de desarrollo, de crecimiento, sino de éxito y solo éxito, de éxito personal. Egoísmo, vanidad, presunción, arrogancia. Producciones objetivas de subjetividades fracturadas de una parte por un discurso, parametrizable como monocorde, de cincuenta años, del que se impregnaron por ósmosis, pero del que nunca participaron comprometidamente (entre otras cosas porque nunca lo entendieron a cabalidad). De otra por reminiscencias de infancia, aspiraciones generadas por un sistema frustrante para la inmensa mayoría, que muestra la cara hermosa de sus construcciones, pero esconde los cimientes sobre las que se edifican. Una suerte de transposición valorativa en la que lo deseado sustentado en una perversidad, se reinstituye con ajuste a una nueva perversión, y mantiene su lógica gramatical: yo, el dueño; yo, mi dinero; yo, el hombre de éxito.
El “éxito personal” como objeto de deseo obcecado, en asociación al “tener” (se es lo que se tiene), evidencia los renglones torcidos (al decir de Torcuato) no solo en su asociación a la legitimación de lo ilegal (cosa nada inusual en el territorio nacional, y allende los mares), no solo en su carácter reminiscente, sino también en una concepción pseudoproustiana del tiempo: La institución del éxito reside en desandar el tiempo para volver sobre él teniendo lo que no se tuvo. De ahí, probablemente, lo decadente de su estética, residente en esa “busca del tiempo perdido”, movimiento que al parecer inexorablemente lleva hacia el “norte”. Allá donde el tiempo se refugió (al que dude le bastará una caminata por “la pequeña habana”). Allá, donde se encuentra el dechado, el patrón cincuentenario, hoy amalgamado, como el “men” y el “you know”, a una cultura que lo foraniza, y que el también cubaniza pero con cincuenta años de atraso. A Miami voy. De Miami viene.
La impronta de los nuevos ricos es, me permito un exceso, tan perversa, que la vocación humanizante llega a dudar si se funda en una falta de darse cuenta. ¿Es que no se dan cuenta de los costos sociales, culturales, barriales, de su éxito? ¿Acaso no perciben los efectos negativos de su comportamiento, más aún, de su modo de vida? Lamentablemente me tengo que responder en negativo. La marca subjetiva, quizás más llamativa, de los advenedizos se evidencia cuando se intenta poner en relación dos elementos de dimensiones diferentes: éxito y responsabilidad. El primero egoorientado. El segundo exorientado. Salta entonces a la vista que el otro, los otros, para estas subjetividades neoricas, no son mucho más que concomitantes accidentales, instrumentalmente a veces necesarios, convivientes a distancia. Alguien a quién, sustentándose una noción mafiosa de familia, debo ayudar, pero no pensar en él, desde él, con él. La responsabilidad ausente con el otro (valga en justicia decir que el otro es quien no es miembro de mi familia cercana, directa o indirecta) es evidente. Como lo es con todo lo que se pueda instituir como responsabilidad social: la cultura, la educación, el ambiente, y sobre todo la equidad social.
“Cada cuál a lo suyo”, pudiera ser el slogan de los susodichos. Rememoran, con su tergiversada mente, a la Pavone “que me importa el mundo..” si yo estoy bien. Si quiero puedo y basta con querer. El mundo es el espacio de los antojos, hasta el de cambiar el cauce de un río adicionándole un afluente construido. Si yo estoy bien, qué me importa cómo están los otros. Que cada uno resuelva como pueda. El hedonismo subyuga a la razón. El éxito personal escotomiza. No hay espacio para lo social, solo para los sociales. La abundancia personal silencia la falta de los otros.  
No hay dudas que no son los nuevos ricos los que destruyen nuestro hábitat, pero su participación no puede ser ocultada. No hay dudas que no son ellos quienes generan la pobreza. Pero su complicidad es notoria. Y hay pobreza en mi ciudad. Hay quienes no la ven. Hay quienes no quieren verla. Pero hay pobreza. Las ciencias sociales, mi espacio académico de pertenencia, así lo han demostrado. Pero no hace falta leer informes de investigaciones. Basta con andar psicologiando por la ciudad. Por supuesto que basta con andar, sin psicologiar. Pobreza, que algunos limitan al “descuido”, “modo de vida”, “subcultura”, “migraciones”, pero que tiene que ver con inequidad, con grados diferentes de vulnerabilidad, con favorecidos y desfavorecidos. Pobreza que impacta, deja su impronta en la ciudad, y que la ciudad delata en su semiótica visual. Y en la medida en que la protección superior se vaya reduciendo en ciertos espacios, esta pobreza tenderá a crecer. Así como en la medida en que se diversifique el modo de subvención, se arme una distribución (estatal y solidaria) más equitativa, la pobreza podrá ser paliada, mitigada, ojala que subvertida. Y en eso todo podemos hacer algo. Con nuestras prácticas ciudadanas. Con nuestra sensibilidad.
Pero los nuevos ricos desahucian cuando evaden sus responsabilidades tributarias (mucha riqueza es indeclarable); marginan cuando imponen con su capacidad de consumo los precios y las posibilidades; devalúan cuando hacen que los ecos de otros mundos (pretéritos, foráneos) devengan modelos representativos del “good way of life”.
La ciudad me habla de los ricos, de los pobres. Me habla de los que llegan en busca de mejores oportunidades. De los que lo logran. De los que no. No solo hay “sábanas blancas colgada en los balcones”. También hay derrumbes de balcones, hay nuevas edificaciones que acercan la salud a la casa, hay ruinas repobladas, hay azoteas pizzerías, hay comedores populares al alcance de los menos favorecidos, hay Escuelas pintaditas, hay paredes pintarrajeadas, hay albergues para damnificados, los hay damnificados ellos mismos. Hay un discurso sinfónico con voces e instrumentos de todo tipo que se escucha en un mismo barrio, o en una misma cuadra, o en un mismo edificio. Esta ciudad es “un arroz con mango”, de voluntades políticas (de sus aciertos y desaciertos), de subjetividades múltiples (de sus sueños y sus posibilidades), de mujeres y hombres luchando por vivir (porque saben que la muerte está segura), de historia y tiempo (que no es lo mismo, y no da igual).
Ando psicologiando por la ciudad. Me impactan también las llamadas “nuevas posibilidades” que otrora me convocaron en ofensiva política, y ahora me ponen a la defensiva económica. Peor aún, muchas de ellas me agreden estéticamente. Comienzan a invadir mi espacio visual, auditivo, sensorial, de una manera que no me resulta placentera. Carteles de pésima factura y peor gusto multiplican las faltas ortográficas ya aumentadas por causas mayores. Ventanas reconvertidas en mostradores, timbiriches, carretillas, garajes destinados a la estética del tugurio, comercio al menudeo inflacionado por la falta, abastecido quien sabe cómo. Hasta lo ilegal se legaliza, y se fragua un atentado a la cultura nacional con la ingenuidad de las ventas de CD, DVD. El proceso de deshigienización se acelera. Rememoro mi natal Cayo hueso, ahora fragmento de cualquier barrio – El Vedado, Miramar, Siboney, da lo mismo - y no era así. Mi barrio, como cualquier otro barrio, ahora fragmentado por las diferencias de los bolsillos (abastecidos también quien sabe cómo, de muchos cómos). ¿Por qué será que a la prohibición vencida sobreviene el desafuero?
Otra vez aquí se asoma la ausencia de responsabilidad, la responsabilidad cegada ante el ímpetu, sería justo decir en muchos casos, ante la necesidad del beneficio restaurador, y no solo el del lucro. En unos se deja ver la ingenuidad, el desconocimiento, las rutinas aprendidas, el descuido. En otros, se deja ver la recurrencia a la trampa, a la reventa, la estafa, el aprovechamiento oneroso. Lo cierto es que hay muchos, de ambos grupos, que se hacen acompañar del mal gusto, la indiferenciación, la chabacanería, el paupérrimo kitsch. Y así comienzan a ser actores de una “redecoración” de la ciudad, en cualquier esquina, cuadra, barrio. Una redecoración, por cierto, que incluye los sonidos, los sabores, y también los olores.
Hay algunas clarificaciones extraviadas en el acontecer comportamental. Por momentos parece que algunos confunden el levantamiento de ciertas prohibiciones, con la tramitación anárquica, barullera, desordenada del comportamiento. Como si a la flexibilidad le fuera ajeno el orden, los límites, las normas. La convivencia parece acercarse más a la resignación ante la extimidad extrema, o la insensibilidad aprendida desde la desesperanza. La ciudad calla y tolera. Construye así su complicidad. A veces encuentro que algunos han hecho una fatal asociación entre la estética del deterioro y la ética de la resistencia. Como si el desastre fuera necesario para demostrar que a pesar de todos los pesares seguimos en pie, dignamente. Lo confusional no es ajeno a los tiempos, y no lo es a la ciudad. Entre cambios, tumbos, vaivenes, “estira y encoge”, se producen procesos reencarnatorios, creativos, transductivos, transponedores, que ciertamente hacen compleja la comprensión de lo que pasa, y hacen posible sentirlo, compartirlo. Así vive la ciudad. Poblada por aquellos a quien hace y la hacen. Hay quienes piensan, en paráfrasis de origen ya desconocido, que una ciudad es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de sus pobladores. Puede que sea cierto. En todo caso no será absolutamente cierto. El destino de una ciudad asociado a las prácticas cotidianas de sus pobladores es inevitable, por suerte. Quizás de lo que se trata no es tanto de la ciudad como de que “seamos un tilín mejores, y mucho menos egoístas”.
La Psicología no es una hermenéutica inefable. No existe ninguna que lo sea. Con ella, unas veces siento que la ciudad renace. Que sus narrativas múltiples vuelven a florecer en su máxima espontaneidad. Otras aparecen en mi mente flashazos de pasado, déja vu. La sensación de “aquí ya estuve”. Estuvimos. Y me pregunto si la historia tiene marcha atrás, o si la subjetividad social no tiene tiempo. No tengo como evitar la rememoración de aquella idea de Marx: la historia se repite primero como tragedia, y después como farsa. Ya lo dije: no son todos los que están, ni están todos los que son. Pero la ciudad, por momentos, parece en trace de suicido, como recuerda Salvador en una pared de nuestro callejón de Hammel.
Pero sigo psicologiando por las calles y barrios, y también desde allí veo las cosas de otro modo. Pongo el acento en la diversidad y no en la fragmentación. Miro con los ojos de la imaginación y no solo de la sensación. Me proyecto con la ilusión del deseo. Balanceo testimonios, coyunturas, demandas. Pienso trascendentalmente, más allá de los límites, anagramáticamente. Y entonces veo otra ciudad. Veo una ciudad por la que circulan miradas diversas, historias y narrativas múltiples. Transeúntes de una cosmogonía interexistencial centenaria que se renueva de generación en generación. Un universo vivo, pletórico de sueños, esperanzas, quimeras, utopías. Veo la ciudad que me imanta, y me hace su inequívoco devoto.